Carl Jacob Burckhardt –no el celebrado autor de La cultura del Renacimiento en Italia, sino otro suizo más joven, menos conocido y también historiador– había abandonado su Basilea natal para estudiar en Francia y, a comienzos de los años veinte, trabajaba en la Bibliothèque Nationale de París. Una mañana entró en una barbería cercana a la Madeleine y pidió que le lavaran el pelo. Mientras estaba sentado delante del espejo con los ojos cerrados, oyó a sus espaldas una disputa cada vez más ruidosa. Con voz grave, alguien estaba gritando:
–¡Esa excusa, señor mío, podría darla cualquiera!
–¡Increíble! –intervino una voz de mujer–. ¡Y ha pedido incluso la loción Houbigant!
–No lo conocemos, señor mío. Para nosotros es usted un completo desconocido. ¡Aquí no se permite este tipo de comportamiento!
Una tercera voz, débil y quejumbrosa, que parecía llegar desde otra dimensión (rústica, con acento eslavo) estaba tratando de explicar:
¬–Pero tiene usted que disculparme, he olvidado la billetera, bastará con que vaya al hotel a buscarla...
Aún a riesgo de que el jabón se le metiera en los ojos, Burckhardt se volvió para mirar. Tres barberos gesticulaban frenéticamente. Detrás de su mesa, la cajera contemplaba la escena, la boca fruncida en un gesto de justificada indignación. Y frente a todos ellos, un hombrecillo modesto, de frente despejada y largos bigotes, estaba suplicando:
–Se lo aseguro, puede telefonear al hotel para confirmarlo. Soy..., soy..., el poeta Rainer María Rilke.
–Por supuesto. Eso es lo que dice todo el mundo –gruñó el barbero–. Pero nosotros, desde luego, a usted no lo conocemos.
Burckhardt saltó de la silla con el cabello goteándole y, metiéndose la mano en el bolsillo, alzó mucho la voz para anunciar:
–¡Pagaré yo!
ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura, Alianza Editorial, Madrid, 2002, págs. 363 y 364
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