Juan Ramón Jiménez llega una mañana a Buenos Aires. Viene de Puerto Rico, acompañado de su muy grata y sufrida Zenobia. Vienen en barco. Salgo al puerto a esperarlos. Viene Juan Ramón a dar conferencias, recitales poéticos. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Entonces, en aquella nuestra belle époque, durante la década de los treinta, a Juan Ramón le molestaba que fuésemos a los cafés, que escribiéramos obras teatrales y, sobre todo, que las estrenásemos. Cuando Federico García Lorca llevó a escena, y con éxito, Bodas de sangre, me dijo, maligno, al encontrármelo, una tarde, camino de su casa: "¿Ha visto usted la zarzuelita que ha estrenado Lorca en el teatro Beatriz?" Desde la calle vio una vez a Antonio Espina tras la ventana de un café, diciendo a Benjamín Palencia, que me lo contó: "¡Ay mi Espina, mi Espina, está perdido!". Juan Ramón no iba jamás a una conferencia, condenándolas (aunque él, poco antes de nuestra guerra, pronunciase una en el teatro Auditorium de Madrid). Bueno. Lo cierto es que ahora, y me parece extraordinariamente bien, el Andaluz Universal, con su bello rostro de árabe notable, llega a Buenos Aires para pronunciar conferencias y recitales en uno de los teatros -el Politeama- más prestigiosos, y a la moda, de la calle Corrientes. Éxito grande ante la ya no tan pequeña minoría. Aplausos y besos de las más lindas muchachas argentinas al más excelso y barbado poeta moro de toda la Andalucía.
RAFAEL ALBERTI, La arboleda perdida (Segunda parte), Seix Barral, Barcelona, 1988, págs. 125 y 126 miércoles, 20 de abril de 2011
ANECDOTARIO DE POETAS (317): Juan Ramón se negaba a pronunciar conferencias o dar recitales, aunque rectificó en su vejez
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