Su comerció con el más allá tuvo una etapa entre truculenta y cómica, todavía mal estudiada: por dos años y medio practicó el espiritismo, en su casa de Marine Terrace, en Jersey, donde pasó parte de sus diecinueve años de exilio. Al parecer, lo inició en estas prácticas una médium parisina, Delphine de Girardin, que vino a pasar unos días con la familia Hugo en esa isla del Canal. La señora Girardin compró una mesa apropiada –redonda y de tres patas- en Saint-Hélier, y la primera sesión tuvo lugar la noche del 11 de septiembre de 1853. Luego de una espera de unos tres cuartos de hora, compareció Leopoldine, la hija de Victor Hugo fallecida en un naufragio. Desde entonces y hasta diciembre de 1854 se celebraron en Marine Terrace innumerables sesiones –asistían a ellas, además del poeta, su esposa Adéle, sus hijos Charles y Adéle y amigos o vecinos– en las que Victor Hugo tuvo ocasión de conversar con Jesucristo, Mahoma, Josué, Lutero, Shakespeare, Moliére, Dante, Aristóteles, Platón, Galileo, Luis XVI, Isaías, Napoleón (el grande) y otras celebridades. También con animales míticos y bíblicos como el león de Androcles, la Burra de Balam y la Paloma del Arca de Noé. Y entes abstractos como la Crítica y la Idea. Esta última resultó ser vegetariana y manifestó una pasión que encantaría a los fanáticos del Frente de Defensa Animal, a juzgar por ciertas afirmaciones que comunicó a los espiritistas valiéndose de la copa de cristal y las letras del alfabeto: “La gula es un crimen. Un paté de hígado es una infamia... La muerte de una animal es tan inadmisible como el suicidio del hombre”.
Los espíritus manifestaban su presencia haciendo saltar y vibrar las patas de la mesa. Una vez identificada la visita trascendente, comenzaba el diálogo. Las respuestas del espíritu eran golpecillos que correspondían con las letras del alfabeto (los aparecidos sólo hablaban francés). Victor Hugo pasaba horas transcribiendo los diálogos. Aunque se han publicado algunas recopilaciones de estos “documentos mediúmnicos”, quedan aún cientos de páginas inéditas que deberían figurar de pleno derecho entre las obras del poeta, aunque sólo fuera porque todos los espíritus con los que dialoga coinciden a pies juntillas con sus convicciones políticas, religiosas y literarias, y comparten la desenvoltura retórica y sus manías estilísticas, además de profesar por él la admiración que exigía su egolatría.
MARIO VARGAS LLOSA, La tentación de lo imposible, Alfaguara, Madrid, 2004, pág. 18-19
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