martes, 10 de enero de 2012

EL HIJO DE PUSKAS: Póngame ocho o diez chiquitos mientras van llegando los amigos

Mi padre era alcohólico, xenófobo y machista.
Nunca se acordó de mi cumpleaños. Me llevaba a cortar lechugas y a coger pimientos en los invernaderos de Lezama o Larrabetzu y a la vuelta, con el coche cargado con la verdura que luego revendíamos en el Mercado de la Ribera, entraba en cualquier bar y le decía al camarero:
–Póngame ocho o diez chiquitos mientras van llegando los amigos. Y un kas de limón para el crío.
Nunca me hizo un solo regalo. Cuando en la televisión emitían los documentales de Rodríguez de la Fuente o los de fauna salvaje adquiridos a la BBC, se quedaba mirándolos con un interés desusado, como si fueran personas los animales que aparecían en la pantalla, y de pronto me decía medio en broma y medio en serio mira, esa leona se comporta igual que tu madre, lo que ha hecho esa cierva es lo mismo que hace tu prima la de Erandio, y como yo me reía al escuchar estas cosas sobre mi madre o mi prima, de pronto cambiaba el semblante y me decía muy firme:
–¿Te ríes? ¿Qué crees tú que son las mujeres salvo animales? Tú intenta entrar en razones con las mujeres, a ver adónde llegas.
Y como era pasmosamente detallista en algunas cosas y hasta divertido, de pronto volvía a desenfadarse y, con una sonrisa de medio lado, me matizaba alguna imagen:
–Mira ese leopardo, el mal genio que tiene, cómo se parece a tu hermana Nekane, hasta de cara se parece un poco.
Nunca me preguntó por mis estudios, si aprobaba o suspendía, si pasaba o no de curso y con qué calificaciones. Me llevaba con él a la feria de ganado de Mungia y me hablaba de la longitud de las patas de las vacas, la leche que podía dar cada una de las razas vacunas, de qué forma adivinar la envergadura y peso que podía alcanzar un novillo de dos meses cuando llegara a su edad adulta. De vuelta parábamos en algún bar y decía al camarero:
–A ver, ocho o diez chiquitos mientras van llegando los amigos y un kas de limón para el crío.
–No tenemos kas.
–Pues una fanta.
Nunca me llevó al cine o al fútbol. Tampoco al circo o al teatro. Consideraba a los negros, los moros, los gitanos y cualquier persona de piel mestiza como seres inferiores, aunque simpatizaba con ellos porque, como decía, “bastante tienen los pobres con llevar esa desgracia”. A los españoles los veía totalmente incapaces de levantar piedras o jugar a pelota mano:
–No pueden. Ponle a un español a levantar una piedra y verás que no puede.
–Qué tontería, aita.
–¿Tontería? ¿Por qué crees que los españoles no levantan piedras? ¡Porque no pueden! ¡Se fatigan!
La sola perspectiva de imaginarse a un español levantando piedras le hacía revolcarse de la risa y, aunque a mí me ponían enfermo esos arranques de racismo y me multiplicaba en su contra cada vez que se los escuchaba, él no se arredraba sino que se crecía:
–¿Un español levantando piedras? ¿Te das cuenta de la sinsorgada que estás diciendo? ¡Cómo va a levantar piedras un español, si es inútil total para eso! No vayas diciendo esas cosas por ahí, te lo pido por favor, porque te van a tomar por tonto completo.
Nunca me preguntó por mi relación con Iratxe, de dónde era, cuántos años tenía, nada. Con los que él llamaba “españoles” no guardaba ninguna animadversión sino al contrario, sobre todo con los andaluces. Su pasión por Andalucía era muy grande; cada vez que aparecían en la televisión Rocío Jurado o Fran Rivera o Jesulín de Ubrique o Carmina Ordóñez o Lola Flores o Antonio Gala o Isabel Pantoja u Ortega Cano, se quedaba pasmado ante sus palabras o ante su arte, sobre todo ante lo que llamaba su “mucho corazón”, y, comoquiera que incurría en el tópico de relacionar a España con lo andaluz, a veces solía decir:
–No cabe duda de que ser español es cosa grande. Ya me hubiera gustado a mí ser español...
–¿Y por qué no eres español? –le preguntaba yo.
–Porque soy vasco.
–¿Y por qué eres vasco?
–¡Porque soy vasco!
No había manera de sacarle de esa concepción racial: él era vasco y sólo vasco por la única razón de que era vasco. Pero de los vascos, con todo, no guardaba muy buena opinión: le parecían torpes, cobardes y salvajes. Solía repetir muchas veces, ya en el colmo de la resignación, que los vascos siempre votarían al Partido porque “el vasco no da para más”. Cómo sería la desconfianza que guardaba con ellos que, admirado ante la estructura de Astobieta, se pasaba los minutos estudiando la disposición de sus vigas y me decía:
–Este caserío..., ¡el talento con el que está levantado este caserío! Imposible que lo hayan hecho vascos.
–Ya estás diciendo tonterías, aita –le respondía yo–. Lo habrán levantado los chinos, no te jode.
–¡Vascos imposible! ¡El vasco no tiene tanto talento!
Nunca se interesó por los resultados o los goles que había marcado en mis partidos de fútbol, tampoco me preguntó si quería ir a la universidad o qué carrera quería escoger. Así era mi padre. Recuerdo la primera vez que pidió al camarero que le pusiera ocho o diez chiquitos mientras iban llegando sus amigos, con qué expectación esperé a que fueran llegando esos amigos. Cómo después fuimos a otro bar donde volvió a repetirse la escena y tampoco aparecieron sus amigos. Cómo empecé a comprender con los días y las semanas que mi padre, sus ojos siempre perdidos en un punto, se iba destruyendo mientras bebía uno detrás de otro los vasos de vino destinados a sus amigos, aquellos a los que no había llamado y que nunca iban a llegar.
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