lunes, 9 de enero de 2012

EL HIJO DE PUSKAS: No hay nada que hacer

–Hay una cosa que debes saber de tu padre, Alberto.
–Dime, tía.
–Tu padre fue algo muy grande, ¿me estás oyendo?
–Sí.
–Pero muy grande, ¿eh? ¡Algo muy grande!
Desde muy pequeño empecé a escuchar de mis familiares y vecinos esta frase turbadora, tu padre fue algo muy grande, y digo turbadora porque se deducía que mi padre ya no era tan grande, mi padre se había convertido en otra cosa que nadie sabía definir y que suscitaba una reticencia indisimulada.
–Basterrechea, ven aquí.
–Qué.
–¿Te han contado alguna vez lo que fue tu padre?
–¿Qué fue?
–¿No sabes?
–No.
–Pues acuérdate de lo que te digo: ni aunque vivas cien años conseguirás ser lo que fue tu padre.
Nunca me dijeron por qué motivos fue tan grande, ni siquiera me citaron un solo ejemplo o me detallaron alguna de sus hazañas, pero cada vez que mi padre se abandonaba al alcohol en medio de las reuniones familiares y comenzaba a bramar contra los vascos y el Partido, en aquellas arremetidas donde cualquier motivo era bueno para acusarlos de inútiles o cobardes o poco inteligentes, siempre sucedía que alguno de mis familiares, avergonzado ante los ataques que profería y apiadándose de mis seis o nueve años, me llevaba aparte y me repetía lo ya repetido:
–Alberto, tú nunca has conocido a tu padre, ¿me entiendes?
–Sí, tío.
–Éste no es tu padre. Tu padre fue un hombre de la órdiga, un vasco por los cuatro costados.
Hasta había gente en Lauros que pensaba que mi padre se volvió loco a partir de los 45 años, loco de verdad, no sólo figurado. Lo daban por tan imposible que tanto mis familiares como algunos de mis vecinos dedicaron desde el principio todo su esfuerzo a apartarme de la que consideraban su nefasta influencia. El ejemplo que debíamos seguir mis hermanas y yo era mi madre, una persona voluntariosa que asombraba a todos por su capacidad de trabajo, o mi tío Hilario, el que vivía con nosotros, que estaba afiliado al Partido y llevaba con tesón y normalidad las tareas cotidianas. Así fueron consiguiendo que nuestra educación transcurriera lo más lejos de su presencia, quien por otra parte tampoco trataba de influirnos en nada, pero pronto comenzó a surgir un problema:
–Piedad, ¿qué tal Alberto?
–Bueno.
–¿Cómo que bueno? ¿No has dicho que saca buenas notas?
–Sí, saca notas muy buenas.
–¿No has dicho que ha empezado a jugar al fútbol en el San Lorenzo?
–Sí, de delantero centro.
–¿No has dicho que ayuda en la huerta?
–Sí, hoy mismo ha estado atando tomates.
–¿No has dicho que ayuda en la cuadra?
–Sí, ya ha empezado a repartir pienso en los pesebres.
–¿Entonces?
–Nada, Pilar. No hay nada que hacer. Ha salido a él.
Y era de contemplar, al decir la palabra ÉL, cómo se hacía un silencio terrible y todos se volvían hacia mí con una mezcla de terror y asombro, como si no se hicieran a la idea de una carita de ángel como la mía con un destino oculto tan aciago, pues ya me imaginaban siguiendo uno a uno todos los pasos de mi padre.
El asombro era más entendible si cabe porque nunca me puse a favor de mi padre sino al contrario. Al menos hasta los veinte años. ¿Cómo iba a defender a mi padre, si lo consideraba culpable en todo? Él había hecho imposible la unión de mi familia, nos había echado el pueblo encima, nos había aislado del Partido, él era el responsable de que no supiéramos euskera, él nos había convertido en tales apestados que en los corrillos de Lauros se hablaba de Astobieta como de una sentina de desgracias. Cómo sería su negatividad, que a los once o doce años, y a pesar de mi trayectoria escolar hasta entonces inmaculada, mi madre fue llamada a tutorías por los resultados que había dado en unos test psicológicos:
–No queremos preocuparla innecesariamente, porque Alberto saca buenas notas y no crea problemas en clase, pero ha arrojado un dato sorprendente en los test y creemos que debemos comunicárselo. Tiene tan sólo dos puntos sobre cien en sociabilidad.
–¿Cuántos?
–Dos puntos sobre cien. Es el dato más bajo del colegio. Es un chico que se aísla y experimenta rechazo a sus compañeros. Ni los alumnos más conflictivos han dado un resultado tan malo.
Mi padre me hundía y nos hundía. Cómo no iba a dar un resultado tan malo, si no recibí una muestra de cariño en toda mi infancia. Mi padre estaba en el centro de todo y sin embargo ejercía sobre mí una imantación imposible de rechazar. Esa imantanción, que al principio se manifestaba contra mi propio deseo, fue ganando terreno hasta convertirse en verdadera subyugación. Ningún intento por apartarme de su ejemplo iba a dar fruto; a los veinte años mis familiares me daban por perdido:
–¿Y Alberto?
–Nada, Emilia, va a ser otra calamidad.
–¿Pero Alberto ya ha empezado a fumar?
–No, todavía no ha fumado un solo cigarro.
–¿Pero Alberto ya ha empezado a beber?
–No, todavía no bebe nada.
–¿Pero Alberto ha empezado a ir a los bares?
–No, todavía no va a los bares.
–¿Pero Alberto ya se ha metido en algún lío?
–No, todavía no se ha metido en ningún lío.
–¿Entonces?
–Nada, Emilia. Ha salido a él. No hay nada que hacer.
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