Según su biógrafo James Woodall, la madre no fue obstáculo en la vida afectiva de Borges. Su "parálisis sexual" habría obedecido a múltiples causas; "una combinación de influencias, algunas malignas, acarreó lo que era esencialmente un profundo temor a la condición física de la mujer". Borges "estaba asimismo temeroso de su propia sexualidad y del potencial aniquilamiento intelectual y hasta de la muerte del espíritu que pudiera causar el orgasmo". Pero María Esther Vázquez desdramatiza esos términos, sumiendo a Borges en un mundo romántico y literario que era el verdadero motor de su interés por las mujeres, atraído preferentemente por las altas, rubias y flacas, no obstante verlas con inquietud y temor por lo que despertaban en su cuerpo. Sara Kriner de Haines le procura un marco arcaico: "era un británico victoriano". Tal vez las exageraciones conceptuales del machismo que ha hecho estragos en los argentinos deberían aquietarse. Borges estaba físicamente bien dotado, le fascinaban las mujeres bellas, su literatura no es la de un impotente aunque haya cargado con inhibiciones, quiso tener un hijo y, con razonable seguridad, no murió virgen.
Miguel Kohn Miller, psicoanalista de Borges, acusó recepción que "tenía una inclinación natural por el sexo opuesto. Buscaba permanentemente la relación sexual, y pese a sus limitaciones, vivía continuamente asediado por el interés que tenía hacia las mujeres". Cautivado por varias de ellas en Buenos Aires, en su derredor se presume que tuvo relaciones sexuales completas. Se cita a Cecilia Ingenieros, Concepción Guerrero, Elvira de Alvear, Enma Risso Platero, Lisa Levinson, Pipina Diehl de Moreno Hueyo, Ulrike von Kühlmann, Beatriz Bibiloni y Haydée Lange, sin olvidar a esa otra mujer casada y con hijos, a quien protegió con iniciales al dedicarle acaso su poema de amor más lacerante. Para retenerla, incendiado por el deseo y la pasión, Borges le ofreció sus entrañas (el semen), las tinieblas, su soledad (sus oscuridades), hombría, humor, calles y atardeceres (sus valores intelectuales y poéticos) y el hambre de su corazón (la sensualidad), tratando de sobornarla con la incertidumbre, el peligro y la derrota (la audacia para captar el futuro).
La frustrante iniciación sexual en Ginebra bajo la desaprensión educativa de su padre, que juzgó erróneamente los dieciocho años de su hijo como propicios para un primer coito conminándolo a comparecer en algún ático de la Plaza Bourg-de-Four, tal vez con alguna "profesional" que él conocía, se abortó por demasiado prematura. Analizada hasta el hartazgo por sus biógrafos, es evidente que Borges rehusó, malogró o se asustó de la penetración y el orgasmo con aquella mujer porque se le quería imponer a un tímido un esfuerzo superior a sus limitaciones. Fue un trauma que debió seguir su curso, conviviendo y atenuándose con una realización sexual indudablemente dificultosa y quizá insuficiente, aunque no tan lejana en sus inicios como algunos suponen. El desquite inicial tal vez lo tuvo antes de irse a Suiza en 1918, cuando luego de dejar inconclusos sus estudios secundarios en Ginebra, pasó un tiempo en el Hotel du Lac de Lugano, en el Cantón del Ticino, previo a emprender el retorno a la Argentina vía España. María Esther Vázquez quedó conmovida con lo que Borges le narró. En ese año 1918, paseando por las orillas del lago de Lugano, el joven estudiante encontró a una desconocida que lloraba; rubia, alta, delgada, quizá algo mayor que él. Hablaron en un árido francés y él la acompañó a su casa, en la que ella vivía sola, dando a entender que resbaló en la angosta funda de seda hundida entre sus piernas, acoplando su perentoria dureza con las repentinas humedades de la hermosa joven, cuyo recuerdo de haberla sentido "en todo el cuerpo, ¡caramba!", preservó en un nombre: Ulrica.
Al otro extremo de su vida, su puerto final con las mujeres fue, nos guste o no, María Kodama, quien declaró haberse enamorado de él, adorándolo en la amistad, llegando a ser amantes, con una vida sexual "plena y satisfactoria".
JUAN GASPARINI, Borges: la posesión póstuma, Foca, Madrid, 2000, págs. 26-28
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