• • • Ya la palabra “cristianismo” es un malentendido –en el fondo no ha habido más que un cristiano, y ése murió en la cruz. El “evangelio” murió en la cruz. Lo que a partir de ese instante se llama “evangelio” era ya la antítesis de lo que él había vivido: una “mala nueva”, un disangelio.
• • • La fatalidad del evangelio se decidió con la muerte, –quedó colgada de la “cruz”… Sólo la muerte, esa muerte ignominiosa y no aguardada, sólo la cruz, la cual estaba en general reservada únicamente a la canaille (gentuza), –sólo esa horrorosísima paradoja enfrentó a los discípulos con el auténtico enigma: “¿quién fue?, ¿qué fue?” –El sentimiento trastornado y, en lo más hondo, ofendido, el recelo de que acaso tal muerte fuera la refutación de su causa, el horrendo signo de interrogación “¿por qué precisamente así?” –ése es un estado que se comprende muy bien. Aquí todo tenía que ser necesario, poseer un sentido, una razón, una suprema razón; el amor de un discípulo no conoce el azar. Sólo entonces se abrió el abismo: “¿quién lo ha matado?, ¿quién era su enemigo natural?” –esta pregunta irrumpió como un rayo. Respuesta: el judaísmo dominante, su estamento supremo. A partir de ese instante los discípulos se sintieron en rebeldía contra el orden, concibieron posteriormente a Jesús como alguien que estaba en rebeldía contra el orden. Hasta entonces faltaba en su imagen ese rasgo belicoso, ese rasgo que dice no, que hace no; más aún, él era la contradicción de ese rasgo. Es evidente que la pequeña comunidad no entendió precisamente lo principal, lo ejemplar en ese modo de morir, la libertad, la superioridad sobre todo sentimiento de ressentiment: –¡signo de cuán poco de él llegó a entender! En sí Jesús no pudo querer con su muerte otra cosa que dar públicamente la prueba más fuerte, la demostración de su doctrina… Pero sus discípulos estaban lejos de perdonar esa muerte, –lo cual habría sido evangélico en el sentido más alto; y menos aún de ofrecerse a una muerte idéntica, con una suave y afable calma de corazón… Fue justo el sentimiento menos evangélico de todos, la venganza, el que de nuevo se impuso. Era imposible que, con esa muerte, la causa pudiera haber llegado a su final: se necesitaba una “reparación”, un “juicio” (–y, sin embargo, ¡qué puede ser menos evangélico que la “reparación”, el “castigo”, el “someter a juicio”!).
• • • Sólo ahora se introdujo en el tipo del maestro todo el desprecio y toda la amargura contra los fariseos y los teólogos, –¡con esto se hizo de él un fariseo y un teólogo! Por otro lado, la veneración, vuelta salvaje, de esas almas salidas completamente de sus quicios no soportó ya aquella evangélica igualdad de derechos de todo el mundo a ser hijos de Dios enseñada por Jesús: su venganza consistió en exaltar a Jesús de una manera extravagante, en desligarlo de ellos mismos: exactamente igual que en otro tiempo los judíos, por venganza contra sus enemigos, habían separado de ellos mismos a su Dios y lo habían elevado a la altura. El Dios único y el hijo único de Dios: ambos, productos del ressentiment…
• • • Y a partir de ese instante surgió un problema absurdo, “¡cómo pudo Dios permitir eso!” La trastornada razón de la pequeña comunidad encontró a esto una respuesta realmente espantosa y absurda: Dios entregó su Hijo para remisión de los pecados, como víctima. ¡Cómo se acabó de un solo golpe con el evangelio! ¡El sacrificio reparador, y en su forma más repugnante, más bárbara, el sacrificio del inocente por los pecados de los culpables! ¡Qué horrendo paganismo! –Jesús había suprimido, en efecto, el concepto mismo “culpa”.
• • • A partir de ahora en el tipo del redentor ingresan sucesivamente: la doctrina del juicio y del retorno, la doctrina de la resurrección, con la cual queda escamoteado el concepto entero de “bienaventuranza”, realidad entera y única del evangelio,– ¡en favor de un estado después de la muerte!... Con aquella insolencia de rabino que lo distingue en todo, Pablo logicizó así esta concepción, esta impudicia de concepción: “si Cristo no resucitó de entre los muertos, vana es nuestra fe”.– Y de un solo golpe se hizo del evangelio la más despreciable de todas las promesas incumplibles, la desvergonzada doctrina de la inmortalidad personal… ¡Pablo mismo la enseñó incluso con premio…!
• • • Ya se ve qué es lo que, con la muerte en la cruz, había llegado a su final: un punto de arranque completamente originario para un movimiento budista de paz, para una efectiva, no meramente prometida, felicidad en la tierra. Pues –ya lo he destacado– la diferencia fundamental entre ambas religiones de décadence continúa siendo ésta: el budismo no promete, sino que cumple, el cristianismo promete todo, pero no cumple nada.– A la “buena nueva” la sucedió inmediatamente la peor de todas: la de Pablo. En Pablo cobra cuerpo el tipo antitético del “buen mensajero”, el genio en el odio, en la visión del odio, en la implacable lógica del odio. ¡Cuántas cosas ha sacrificado al odio este disevangelista! Ante todo, el redentor; lo clavó a la cruz suya. La vida, el ejemplo, la doctrina, la muerte, el sentido y el derecho del evangelio entero –todo eso dejó de existir cuando este falsario por odio comprendió qué era lo único que él podía usar. ¡No la realidad, no la verdad histórica!... Y, una vez más, el instinto sacerdotal del judío perpetró idéntico gran crimen contra la historia, –borró sencillamente el ayer, el antesdeayer del cristianismo, se inventó una historia del cristianismo primitivo. Más aún: falsificó otra vez la historia de Israel, para que apareciese como la prehistoria de su acción: todos los profetas han hablado de su “redentor”… Más tarde la Iglesia falseó incluso la historia de la humanidad, convirtiéndola en prehistoria del cristianismo.
FRIEDRICH NIETZSCHE, El Anticristo, Alianza Editorial, Madrid, 2007, 176 págs., traducción de Andrés Sánchez Pascual
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