La balada de Rimbaud y Verlaine la escribió el agente de policía Lombard de la 4.ª Brigada de Información de la Comisaría de París. Gracias a su admirable combinación de informe forense y melodrama barato, el agente Lombard merece pasar a la historia como primer biógrafo de Rimbaud. Aparte de algunos pequeños errores, los espías habían hecho un buen trabajo:
La acción se desarrolla en Bruselas.
El parnasiano, Robert Verlaine, llevaba tres o cuatro meses casado.
El matrimonio iba bastante bien, pese a las locuras de Verlaine, que llevaba cierto tiempo trastornado, cuando el cruel destino trajo a París a un muchacho: Raimbaud (sic), natural de Charleville, quien fue él solo a mostrar sus obras a los parnasianos.
En moral y talento, el tal Raimbaud, de edad comprendida entre quince y dieciséis años, era y es un monstruo. Es capaz de componer poemas como nadie, pero sus obras son completamente incomprensibles y repulsivas.
Verlaine se enamoró de Raimbaud, quien compartía su ardor, y se fueron a Bélgica a disfrutar de su felicidad y de lo siguiente.
Verlaine había abandonado a su esposa con una alegría sin igual; pese a que se dice que es una mujer muy agradable y que tiene buenos modales.
Los dos amantes han sido vistos en Bruselas, manteniendo relaciones amorosas en público. Hace poco la señora Verlaine fue a buscar a su marido para intentar llevarlo a casa. Verlaine respondió que ya era demasiado tarde, que ya no podían vivir juntos otra vez y que, en cualquier caso, ya no era el mismo hombre de antes. "¡Aborrezco la vida de casado!", exclamó. "¡Nos queremos como tigres!". Dicho lo cual, se descubrió el pecho delante de su esposa. Estaba magullado y tatuado con una heridas de cuchillo que le había infligido su amigo Raimbaud. Estas dos criaturas tenían la costumbre de pelearse y lacerarse como animales salvajes con el único propósito de reconciliarse después.
Desanimada, la señora Verlaine regresó a París.
La descripción que hace el agente Lombard de la poesía de Rimbaud -"incomprensible y repulsiva"- constituye un buen ejemplo de lo que acabaría siendo la opinión común hasta bien entrado el siglo XX: los poetas tenían que instruir a sus lectores, no arrancarles una mueca de asombro y asco.
GRAHAM ROBB, Rimbaud, Tusquets, Barcelona, 2001, págs. 190-191
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