León Felipe, un día, con la ayuda de su sobrino, el gran torero mexicano Arruza, se presentó en mi casa de Buenos Aires, adonde había venido para dar agitados recitales y conferencias. Bien sentado en una butaca, con aire y semidormido tono de revelación, me dijo que Unamuno, cuando llegó por vez primera de su País Vasco a la meseta de Castilla, quiso advertir a Dios de su presencia en medio de la solitaria llanura.
—¡Dios, Dios, Señor, Dios, que ha llegado Unamuno! Soy Miguel de Unamuno. ¡Aquí estoy!
El cielo estaba negramente nublado; sólo se oía un gran silencio. Unamuno no cesaba de repetir:
—¡Dios, Dios, escucha, que ha llegado Unamuno!
Entonces, descorriendo las nubes, apareció una inmensa mano y, tras ella, un poderoso brazo, oyéndose, a la vez que le mandaban un gigantesco corte de mangas a Unamuno, el rugido de Dios que decía:
—¡Anda y que te den por el culo!
RAFAEL ALBERTI, La arboleda perdida (Segunda parte), Seix Barral, Barcelona, 1988, págs. 128 y 129
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