Jorge Herralde, el exitoso editor de Anagrama, que tanto ha hecho por convertir su editorial en uno de los centros desde los que se irradia la cultura de la lectura en español, me va a permitir que aclare aquí algo que también creció como un malentendido, uno de cuyos escenarios, porque él lo quiso así, fue el Palacio Real de Madrid.
El asunto es Houellebecq, el autor francés que formaba parte de su catálogo. Un día, en una celebración en el Palacio de Oriente, fui a saludar a Herralde; dejó colgar mi mano, y como él tiene entre sus armas la de la fina ironía, explicó su gesto con una pregunta:
–¿Qué te pasa en la mano?
Pero ahí seguía mi mano, aguardando a que el editor mohicano la agarrara. En vano. Ahí estuvo, en vano.
Y el asunto era Houellebecq.
Sólo por si aún queda curiosidad por saber por qué colgaba mi mano, revelemos algunos datos.
Era a comienzos del verano de 2005; sábado; sonó un teléfono con prefijo de París. Era Fernando Arrabal.
Hacía años que no sabía nada de él; le había leído, sabía de él (como todos los que en su tiempo leíamos Índice) por Feliciano Fidalgo, que fue compañero suyo en sus primeras aventuras pánicas, y, además, yo había escrito (para las clases de don Emilio Lledó) un ensayo sobre el pánico, en el que cité aquella famosa frase que da origen al movimiento y que en definitiva parece también el leitmotiv de estas confesiones en torno a los egos y a los egos revueltos, incluido el mío: l’avenir s’agite dans coups de théâtre...
Pues sonó el teléfono, venía de Francia la llamada y era la voz de Fernando Arrabal; una tarde, mucho después, estuvimos caminando por la zona de Embajadores, en Madrid, él se tomó un agua y yo una cerveza, y quedamos en vernos de nuevo, estaba fascinado con la aventura literaria de la ciencia (no entiendo cómo Arrabal no ha tenido más fortuna en España, su teatro fue, como el de Francisco Nieva, una explosión juvenil de recreación del surrealismo, una especie de pistola en la sien de la realidad); en todo caso, llamaba Arrabal, y qué quería.
–Verás –me dijo–, anoche estuvimos con Houellebecq Daniel Mordzinski y yo.
Mordzinski ya ha salido aquí antes; es el fotógrafo de los egos revueltos de los escritores; fotografía escritores ante el espejo, en los cuartos de baño, los fotografía escribiendo o bailando, con sombrero o sin sombrero, un fotógrafo que, además, sabe cómo convencer al escritor para que se peine su ego, incluso... Así que estaban Arrabal, Mordzinski y Houellebecq y éste les dijo, lo dijo así a Arrabal, que quería cambiar de editor en España.
–¿Y qué pasa, Fernando, qué va a hacer Houellebecq?
–Busca editor en España, y nosotros, Daniel y yo, le hemos aconsejado que lo publiques tú.
–Ya no soy editor.
–Alfaguara. Mordzinski ha aconsejado que lo publique Alfaguara.
–Hablaré con ellos.
Y con esa noticia desperté el lunes a Amaya Elezcano. ¿Houellebcq? Había un contacto, en la editorial francesa; a él había que dirigirse; y a él se dirigió Amaya; algunos días después me llamó el propio Houellebecq. Ya se habían hecho los contactos, ya estaba en marcha la nueva situación, yo había recibido una llamada, había arbitrado un contacto, y mi papel, en ese momento, era el de un espectador del futuro, que es lo que en definitiva es un espectador de libros.
Y mientras tanto el rey propuso, como cada año, reunir a un grupo de escritores, editores, libreros y agentes para celebrar el Día del Libro. Te ponen merluza, ensalada con langostino, un postre y un café que necesita repetirse para que al final sepa a café. Pero antes y después se hacen algunos conciliábulos en los que unos y otros confraternizamos o nos desprendemos de la confraternidad; y en esto llegó Jorge Herralde. Me acerqué con la mano en señal de saludo y él me dijo:
–¿Te pasa algo en la mano?
Fue por eso, por el libro de Houellebecq.
Luego coincidí con Herralde, en el día del libro de Barcelona; llegó a una caseta en la que yo estaba con Jorge Edwards, que había publicado, por cierto, quizá su mejor libro, El inútil de la familia; entonces Herralde me sacó la mano de su bolsillo, me miró con cierta disculpa en los ojos, no hizo ninguna de las bromas del pasado, ni sobre fútbol ni sobre Babelia, y simplemente me dio la mano, que yo estreché, por supuesto.
JUAN CRUZ RUIZ, Egos revueltos, Tusquets, Barcelona, 2010, págs. 167-169
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