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Era algo maravilloso oírle hablar, ver cuán plástica y significativamente tomaba forma en sus labios el tema más baladí. Pero si estaba en un círculo más numeroso, apenas notaba que la atención general se concentraba en él, se interrumpía y se recogía de nuevo en su atenta y silenciosa actitud de oyente. En cada movimiento, en cada ademán, se observaba su delicadeza; incluso cuando reía, lo hacía en un tono discreto. La atenuación era en él una necesidad; por eso nada lo trastornaba tanto como el ruido y, en la esfera del sentimiento, la vehemencia.
-Me agobian esos hombres que escupen sus sensaciones como sangre -me dijo en cierta ocasión-. Por eso los rusos sólo me gustan como un licor, en dosis muy reducidas.
Así como la mesura en la actitud, amaba el orden, la limpieza y el silencio: eran para él poco menos que necesidades físicas. Tener que viajar en un tranvía abarrotado o permanecer sentado en un local ruidoso lo desconcertaba para varias horas. Todo lo vulgar le era insoportable y, a pesar de que vivía con estrechez, su indumentaria revelaba en todo momento cuidado, pulcritud y buen gusto. Esta indumentaria era también una obra de arte, elegida y poéticamente formada. Todo era sencillo, para no llamar la atención, pero siempre había algún pequeño detalle que lo complacía, como por ejemplo, una fina cadenita de plata en la muñeca. Porque su sentido estético de la perfección y la simetría alcanzaba hasta lo más íntimo y personal. Cierta vez fui espectador en su casa de la preparación de su maleta para un viaje. Rechazó mi ayuda, y con razón, por incompetente. Aquello fue como la construcción de un mosaico: cada objeto se colocó con todo cuidado en el espacio que le correspondía. Habría considerado un delito malograr con una manipulación ulterior aquella especie de conjunto floral. Este sentido de la belleza lo acompañaba hasta en el detalle más accesorio. No sólo escribía sus originales con letra caligráfica, trazada cuidadosamente, de tal modo que cada línea, como medida de una regla, quedaba en equilibrio con las demás, sino que elegía un papel de buena calidad incluso para las cartas de menos importancia, y su letra pulcra, regular, límpida y redonda llegaba hasta muy cerca del margen. Nunca, ni aun en la comunicación más presurosa, tachó una palabra; cada vez que consideraba imperfecta una frase o una expresión, escribía la carta de nuevo, con su paciencia magnífica. Rilke no hizo jamás nada que no fuera absolutamente perfecto.
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STEFAN ZWEIG, El mundo de ayer, El Acantilado, Barcelona, 2002, págs. 101 y 102
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