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Algunos muertos son muy inquietos y no quieren que se les encuentre. Yeats, unos años después de su muerte, abandonó Roquebrune para retirarse a Irlanda, y en Montevideo estuve horas buscando la tumba de Onetti en el Cementerio Central, porque en las librerías de la ciudad me habían asegurado que estaba allí.
La siguiente vez me sucedió con Pessoa en Lisboa. Hice un largo viaje cuesta arriba en un autobús abrasado de calor pero tampoco pude encontrar la sepultura que buscaba. En esa ocasión había un vigilante, que me dio una escueta explicación: "No, ya no está aquí, se ha ido". Me imaginé al hombre de bigote del famoso dibujo, con su sombrero y su largo abrigo flotante, trasponiendo la ancha cancela y desapareciendo de camino a su nueva sepultura, probablemente cerca del café La Brasileira.
El tercer intranquilo fue D. H. Lawrence. Yo había leído que descansaba en el mismo cementerio que Gombrowicz [Cimetière de Vence, Provenza]. El que busca una tumba va mirando hacia abajo y no al muro, pero era en un muro donde estaba, o, mejor dicho, donde ya no estaba. "Aquí reposó D. H. Lawrence desde marzo de 1930 hasta marzo de 1935", decía allí, en tono pesaroso, como si les hubiera sentado muy mal que Frieda, tras estos cinco años de sosiego, se lo llevara a Taos, en Nuevo México.
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CEES NOOTEBOOM, Tumbas de poetas y pensadores, Random House Mondadori, Barcelona, 2009, pág. 200. Traducción de María Condor
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