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Llamado a las armas en la Primera Guerra Mundial, durante su estadía en el campamento de instrucción Camp Sheridan, en Alabama, con uniforme de teniente, lo mismo que luego haría Jay Gatsby con la rica heredera Daisy Buchanan, acudió a un baile en el Country Club de la cercana ciudad de Montgomery donde conoció a la bella sureña Zelda Sayre. La sacó a bailar y en la pista la pareja fue admirada por su belleza frívola, como el ideal de una existencia evanescente.
Se enamoraron. Ella también escribía. Era tan ambiciosa y loca como él, aunque más rica y sofisticada. No se entregaría mientras Francis Scott fuera no más que un delicioso pelanas, escritor de relatos cortos y de anuncios de publicidad. Pero un día le llegó el éxito con su primera novela, A este lado del paraíso, y el remolino de la fama le trajo también a sus brazos como gran botín a la bella sureña. Se casaron en la catedral de Saint Patrick de Nueva York y a partir de ese momento aquella pista de baile del Country Club de Montgomery tomó una dimensión indefinida en la mente de ambos y en ella siguieron danzando allí dondequiera que se encontraran, sobrios o borrachos. La pareja inició una aventura estética atormentada, llena de lujo, maletas y viajes detrás del éxito. Sentirse divinos a cualquier hora del día y todos los días del año les obligó a cabalgar para entrar siempre en la meta agonizando. Uno de los dos tenía que sacrificarse en el altar del otro. Los celos literarios se añadieron a los de una pasión demoledora. Dispuestos a beberse el mundo en forma de aceituna en mil martinis, allí donde no llegara el talento o el carácter llegaría el alcohol.
MANUEL VICENT, Póquer de ases, Alfaguara, Madrid, 2009, págs. 147 y 148
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