viernes, 26 de noviembre de 2010

TROYA LITERARIA (253): Muñoz Molina contra Ignacio Echevarría

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Es cuando menos misterioso el modo en que se adquiere en España el estatuto de crítico literario. No es que para ser novelista (o porque lo llaman a uno novelista en los periódicos y en los programas de variedades de la televisión) haga falta mucho esfuerzo o talento, pero siquiera es preciso inventar unos cuantos nombres y un cierto número de peripecias, así como tomarse el trabajo de escribir unos noventa o cien folios. Para ser crítico basta folio y medio. Uno publica folio y medio hoy, otro folio y medio la semana que viene, aprende a graduar y a repetir la coba y el desprecio, y en menos de un mes las editoriales ya le mandan todas sus novedades y lo invitan a fastuosos almuerzos y cenas de presentación de libros en las que la cuenta de licores es libre y ni siquiera es necesario prestar la menor atención al medroso autor gracias a cuyo trabajo están comiendo y bebiendo todos gratis. No es imprescindible saber nada de la historia de la literatura, ni española ni universal, y desde luego no conviene mostrar entusiasmos que no rindan un beneficio inmediato, ni pararse en ridículos términos medios. Aquí una novela o es la mejor de los últimos diez años o es una tontería. Al crítico lo que más le entusiasma es pensar que su folio y medio puede canonizar o cargarse un libro. Este verbo, cargarse, con sus sugerencias de hampa y defunción, es un verbo que se usa mucho en las incesantes y gratuitas comidas literarias. Una tarde, hace años, recién publicado un libro mío, me encontré en un aeropuerto con un crítico al que se le notaba enseguida, por el rojo encendido de la cara y por el aliento, que acababa de pasar unas horas de intensa actividad intelectual. Señalándome con un dedo entre episcopal y jupiterino me informó de lo siguiente: -Mañana me cargo tu libro en mi periódico. Vaya si se lo cargaba, con una saña, una vehemencia y una extensión del todo desproporcionadas a la modestia del libro y a la nula relevancia que él mismo le concedía. El sábado pasado, en el suplemento literario de este periódico, un presunto crítico llamado Ignacio Echevarría dedicaba su folio y medio a cargarse, entre despectiva y paternalmente, la novela que acaba de publicar Rafael Chirbes, que se titula La larga marcha, y constituye, aparte de un libro extraordinario, escrito con dosis idénticas de entusiasmo y solvencia técnica, de elegía y de rabia, la culminación del progreso de un novelista, ese libro en el que se resumen y estallan en plenitud todos los libros anteriores, todas las historias y los personajes que uno ha ido inventando a lo largo de su vida, todas las voces que ha escuchado, dentro y fuera de sí mismo. Ahora, cuando tanta moneda falsa pasa por literatura y a tanto rufián con ganas de trepar se le expide a toda velocidad el certificado del genio, las novelas de Rafael Chirbes son un ejemplo de dignidad solitaria, de aprendizaje y talento, de absoluto empeño de escritor al margen de cualquier reclamo de alta o baja moda, que de las dos hay. Lo que su lector asiduo encuentra en La larga marcha es la suma de lo que ya estaba en Mimoun, en la nunca considerada ni entendida En la lucha final, y sobre todo en esas dos novelas breves, estremecedoras y perfectas que son La buena letra y Los disparos del cazador: el arte para contar las vidas y los sentimientos de los trabajadores, la proyección de los destinos de los personajes en el tiempo de la historia contemporánea de España, los efectos del paso de los años, la desilusión y la pérdida de lo mejor que hubo en cada uno, el modo en que el mundo de los hijos sucede y borra al de los padres. También una percepción singular de las formas más escondidas de la ternura, entre mujeres y hombres y entre hombres y hombres, una ternura más difícil de precisar y contar porque quienes la sienten carecen del lujo, de las palabras más selectas y no siempre saben explicarse a sí mismos. Cada vez que yo abro una novela de Rafael Chirbes no puedo dejarla hasta el final. Cuando son breves, la última página se me convierte en el anticipo del regreso a la primera, y con suerte consigo apagar la luz a las dos de la madrugada. Cuando tienen tantas páginas como La larga marcha, ya sé que estoy condenado al insomnio, porque la novela se apodera de mí, me envuelve, me sumerjo en ella, en su caudal del tiempo, y quiero saber un poco más, y me concedo otro capítulo, y cuando quiero acordarme son las cuatro de la mañana y estoy leyendo el final de la novela, que en La larga marcha es tan poderoso como el principio: el arranque de otro tiempo, de otra novela no escrita, porque aquí se ve aquello que decía Galdós, que dondequiera que vaya el hombre lleva consigo su novela, y que contarla no es sólo un empeño técnico, sino una decisión moral, la de ponerse en el lugar de los otros, de cualquiera de ellos, un peón de albañil o un médico represaliado, un cerillero fascista con las piernas cortadas o la hija rubia y roja de una familia bien de la calle Serrano. Nada de esto ha rozado al crítico Echevarría, que pertenece a esa escuela del desdén para la cual la literatura española es Juan Benet y el campo magnético de Juan Benet, y la universal Thomas Bernhardt y tal vez Céline. Con calculada mala fe, con extraordinaria bajeza intelectual, Echevarría compara la novela de Chirbes con las de José María Gironella, le aconseja afectuosamente, paternalmente, que no tenga tantas ambiciones, que se dedique a tareas más humildes, a sus labores, casi, incluso le reprocha aquello que para los adeptos al señoritismo intelectual resulta imperdonable: Rafael Chirbes es un vetusto, ha escrito no una novela sobre la posguerra, sino (obsérvese la sutileza) una novela de posguerra, padece, (sic) "un primitivo envaramiento". Que en sólo folio y medio lo comparen a uno con Gironella, con Cela y con un muralista mexicano es sin duda una experiencia de la que Rafael Chirbes podrá aprovecharse, gracias a la bondad pedagógica del crítico Echevarría. Cuando todas y cada una de las gacetillas de folio y medio de este celebrado experto sean menos que cagadas de moscas en papel viejo de periódico, las novelas de Rafael Chirbes, las que ya ha escrito y las que aún faltan por escribir, seguirán alimentando la imaginación y la inteligencia de esos lectores que no dejan de buscar el fulgor de la vida y la pasión moral en la literatura. .
. ANTONIO MUÑOZ MOLINA, En folio y medio, El País, 9 de octubre de 1996 (AQUÍ) .

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